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Mauritania, entre el sahara y el Africa negra

A caballo entre el Sahara y el Africa negra, Mauritania es un país de grandiosos paisajes que depara al viajero innumerables sorpresas y que no deja indiferente a quien se adentra en sus arenales y pedregales.

Tras cuatro días de rodar sin descanso por el asfalto marroquí, por fin cruzamos la última frontera. A partir de aquí entramos en un mundo diferente, muy diferente a lo vivido hasta ahora, donde las comodidades que encontramos en nuestros hogares se convierten en un lujo, donde el reloj es un accesorio innecesario ya que no hay más horas que las que el sol nos concede. Un lugar inhóspito donde resulta difícil vivir, y a la vez, magnífico, de paisajes espectaculares, gentes amables, y enormes contrastes entre el norte y el sur. Un lugar para la aventura.

Pese a los cambios sufridos en los últimos años, Nouadhibou, la primera ciudad que nos encontramos a nuestra entrada en Mauritania, resulta fea y por decirlo de algún modo, destartalada, pese a ello la tengo un gran aprecio, quizá porque es el lugar donde comienza siempre la aventura por estas maravillosas tierras. Sorprende al neófito su caótica circulación, sus desvencijados coches, las cabras deambulando por las calles comiendo cartones, sus numerosos mercados y tiendas, donde todo se vende o cambia, y la bahía de Levrier, con sus docenas de barcos varados, desmenuzados por las aguas y los trabajadores que en pequeñas balsas se acercan hasta ellos para recuperar todo aquello que tenga un precio. La vestimenta es muy diferente a la vista en Marruecos, por lo general más austera y sosa, aquí las mujeres se cubren con La Mélafa, un amplio velo de vivos colores mientras que los hombres lo hacen con La Darraa, similar a una amplia túnica, generalmente azul, aunque cada vez más se ven de color blanco, con un bolsillo en el pecho y bordados dorados, cubriéndose la cabeza con un turbante que recibe el nombre de El haouli.

Tras avituallarnos de todo lo necesario, abandonamos la ciudad rumbo al este, hacía Atar, tomando contacto con la arena en Bou Lanouar, y como no podía ser de otro modo, llega la primera atascada. Se notan los muchos kilómetros de asfalto recorridos y nos cuesta cambiar el chip, pero a buen seguro que a partir de ahora aplicaremos nuestros sentidos para evitar en la medida de los posible, una situación similar y que no nos pille por sorpresa. Pese a las numerosas ocasiones en que he realizado este tramo, siempre me resulta diferente, encontrándolo en esta ocasión con menos arena, más pedregoso y pesado, quizá debido al insoportable calor. A pesar de todo, los kilómetros caen rápidamente mientras seguimos la vía del tren que une las minas de hierro de Zouerat con Nouadhibou. Esta es la única vía férrea del país, y el convoy es uno de los más largos del mundo, llegando en ocasiones hasta los tres kilómetros de longitud. Al ser la única vía de comunicación en esta parte del país, en las vagonetas, junto al mineral, viajan personas y animales, creciendo a su alrededor pequeños asentamientos cuyas familias o bien viven del mantenimiento de la línea férrea o del pequeño comercio que a su alrededor se ha creado.

Hoy toca la primera acampada, con la arena como colchón y un inigualable manto de estrellas rodeados del más absoluto de los silencios, solo roto por el paso del tren, cuyo estruendo se percibe a kilómetros de distancia, haciendo incluso vibrar el arenoso suelo. A partir de aquí comienza uno de los tramos más divertidos de estas jornadas. La arena, ahora más abundante forma pequeñas dunas y el recorrido es como un tobogán, un continuo sube y baja que nos lleva a través del valle de Leyuad, antaño cubierto por un lago y hoy pasto del inexorable avance de la arena. Destacan sobre la llanura monolitos graníticos de color oscuro, montañas de roca que confieren al lugar una apariencia singular, lunar, como de otro mundo, y como es la hora de comer que mejor que hacerlo junto a la escasa sombra del mayor de ellos, Ben-Amera, que con sus quinientos cuatro metros de altura es el segundo más alto del mundo.

Al final del valle aparecen las estribaciones del macizo del Adrar, cuya capital, Atar, famosa por el paso del rallye Dakar, es nuestro objetivo. No es una ciudad bonita, en general las ciudades mauritanas son muy poco atractivas, arquitectónicamente hablando. Sin embargo el bullicio de sus calles, sus gentes y sus abismales diferencias con nuestras ciudades son en sí, su principal valor.

Abandonada Atar, nos adentramos entre las montañas, en un corto pero intenso recorrido que nos llevará a uno de los lugares mágicos de Mauritania: Chinguetti.
Podríamos hacerlo de un modo más rápido, ya que hay una pista, asfaltada en algún tramo, que lleva directamente a Chinguetti, pero lo cierto es que a través del paso de Amodjar disfrutaremos mejor de las montañas, del angosto y pedregoso cañón que al ser coronado nos ofrece unas magnificas vistas de este antiguo río, convertido en camino, poco transitado y habitado por pastores nómadas que buscan entre las requemadas rocas el sustento para sus rebaños. En lo alto hay una pequeña cavidad donde podemos ver pinturas rupestres que representan animales salvajes y cazadores que antaño habitaron en estas tierras.
Chinguetti es un lugar cautivador, la magia rodea esta pequeña población semienterrada por el impresionante erg, sus estrechas callejuelas, las bibliotecas y su maravillosa mezquita, son de obligada visita.

Junto a Ouadane, Tichitt y Oualata forma parte de las rutas caravaneras que desde el Magreb se adentraban en el África negra. Tal era su esplendor que se la considerada una de las siete ciudades sagradas del Islam, siendo el minarete de su mezquita el símbolo más representativo de Mauritania. Testimonio de aquel pasado esplendor son las bibliotecas que albergan manuscritos procedentes de los distintos lugares a los que viajaban las caravanas, autenticas joyas custodiadas por los descendientes de los mercaderes, amenazados por el polvo de este riguroso clima. Sus habitantes no han perdido su instinto de mercaderes y gracias al creciente turismo se han creado cooperativas femeninas dedicadas a la artesanía, que ayudan en gran medida a la recuperación de la maltrecha economía local.
La parte más antigua se encuentra prácticamente abandonada y se expande alrededor de la mezquita. Sus casas, ejemplo de la arquitectura desértica, son rectangulares, de basta mampostería y sin recubrimiento exterior, de tejados planos sustentados por vigas de troncos de palmeras. A la entrada se encuentra generalmente un patio donde se desarrolla el quehacer diario y en el interior una o dos estancias. Las puertas y ventanas son de madera, de dos hojas con cerrojos, del mismo material.
Otro de los atractivos de Chinguetti es sin duda, la visión del inmenso erg que amenaza la ciudad, un inmenso océano de arena que no hay que dejar de visitar al atardecer, cuando las secas olas son teñidas de dorado con los últimos rayos del implacable sol.

En las afueras de la ciudad, la Fundación Chinguetti, organización sin ánimo de lucro española, ha construido el hospital de la Fraternidad, que da servicio a toda la región, cubriendo las importantes carencias del sistema sanitario local y formando a jóvenes mauritanos para que con el tiempo sean autosuficientes.
Abandonamos Chinguetti por el oued que la divide en dos partes y nos adentramos en las estribaciones del erg y como era de esperar las atascadas se producen en pocos minutos, resultando más costoso el desenterrar los coches, pero es algo con lo que contamos así que no hay mayor problema. Lentamente vamos sorteando las dunas hasta acercarnos al macizo de Zerga, otra formación de negra roca y que nos avisa de que la arena desaparece para dejar paso a un pedregal que nos acompaña durante largos kilómetros. Nada más superar la montaña se encuentra el cráter de d’Aouelloul, originado por un meteorito que ha dejado una huella de 300 metros de diámetro.

Hoy hemos ido con retraso y casi sin luz encontramos una lengua de arena que nos permite acampar en terreno blanco. Refresca y en el grupo encuentran varias personas con problemas estomacales, más de lo habitual, así que la tertulia bajo las estrellas y alrededor del fuego resulta corta.
A la mañana siguiente retomamos el camino que continúa plagado de piedras hasta última hora de la mañana, cuando aparece de nuevo la ansiada arena, divertida y que tanto trabajo da. Los paisajes se tornan más espectaculares si cabe, montañas de arena entre negras rocas, llanuras inmensas y verdes valles entre mares de dunas junto a los restos de alguno de los coches que participaron en el Rallye Dakar y que sucumbieron a las trampas del desierto. Cae la noche y nos encontramos en el oued Rachid, que se encajona entre escarpadas laderas donde se encuentran por un lado los restos de la antigua población casi mimetizados con la montaña, frente a la nueva al otro lado. Entre la oscuridad llegamos Tidjikja, capital de Tagant y lugar de abastecimiento.

La siguiente jornada es una de las más esperadas en esta ocasión, nuestro objetivo es llegar a Kiffa a través del mítico paso de Nega. Esta, junto a las dos jornadas anteriores son las que mayor atención requieren para la navegación, un aliciente más en nuestras rutas que nos ofrecen los modernos sistemas de posicionamiento, más allá de la mera localización.
A lo largo del recorrido nos encontramos con numerosas poblaciones estables favorecidas por la presencia de agua de un modo más o menos regular y que permite el desarrollo de la agricultura y la ganadería. El camino es muy variado, encontrando tramos de piedra alternándose con otros arenosos y según nos acercamos al paso de Nega crece la impaciencia, pero deberá esperar, es tarde y aún no hemos comido. Nos detenemos en lo alto de la meseta justo antes de iniciar el descenso y comemos a la sombra de las escasas acacias.

Descendemos por la ladera y llegamos al estrechamiento, donde por un lado la arena cubre la montaña y por el otro un inmenso barranco nos brinda un maravilloso espectáculo donde la naturaleza es el único protagonista. Para los que hemos participado o somos seguidores del más grande de los rallyes, este es un lugar de obligado paso. Mientras descendemos entre las dunas y alcanzamos el valle encajonado entre inmensas paredes de roca y dunas anaranjadas y blancas, vienen a mi memoria las espectaculares imágenes que recogen los helicópteros durante la carrera, los coches buscando el paso correcto o salvando los profundos oueds, los camellos atravesando la pista entre las acacias y la estela de polvo que cubre el ambiente durante unos minutos. Una sensación única.
A partir de aquí y hasta kiffa, el recorrido no ofrece mayor dificultad ya que la pista se encuentra muy marcada y tan solo un pequeño cordón de dunas nos separa de nuestro destino mientras el sol se oculta entre las montañas, en una jornada larga e inolvidable.

A la mañana siguiente no madrugamos y nos tomamos los preparativos con calma, estamos cansados y tenemos que reaprovisionar nuestras maltrechas despensas. Nos adentramos en la ciudad, sucia como ella sola y nos detenemos junto a los mercadillos que jalonan la carretera. Refrescos, agua, fruta, etc, todo aquello que precisamos lo encontramos en los destartalados tenderetes. Tomamos rumbo sur por una pista en buen estado que discurre entre un bosque de acacias, mucha vegetación en comparación con las jornadas precedentes y que según vamos acercándonos al río Senegal se acrecienta. Las lluvias de los últimos tiempos han hecho crecer los pastos y por todos lados aparecen rebaños de pequeños burros, vacas y cabras. La aparición ante nuestros ojos del río Karakoro, supone una agradable sorpresa tras casi una semana sin ver un mísero charco, las palmeras crecen por doquier junto a la orilla repleta de animales y las aguas cubiertas por un manto verde de vegetación, un paisaje completamente diferente al de los primeros días que nos recuerda que hemos dejado atrás el desierto, y nos encontramos en el Sahel, la antesala del Äfrica negra.
El paisaje, las casas, las costumbres, la forma de vestir y hasta el carácter de sus gentes difiere de los del norte, más espontáneos y afables, se acercan, no sin cierto pudor, ya que nosotros somos los extraños. El camino está jalonado de pequeñas aldeas de barro y paja donde los niños, y los no tan niños corren a nuestro encuentro, deteniéndose a escasos metros, temerosos de los extranjeros. Pero si les das pie se acercaran e incluso a las chicas les harán un regalo, una pulsera o un collar realizado por ellos mismos. Y es así durante todo el recorrido, lo que me recordó la primera vez que pasé por aquí siguiendo el Dakar y una acampada realizada en Senegal. Así que decidimos acampar junto a una de estas aldeas, decisión que sorprendió a más de uno, pero que para mí, y creo que para mis compañeros de viaje, supuso el colofón a un extraordinario día.

Nada más detenernos llegó la chiquillería y algunos mayores, siempre amables y respetuosos, interesándose por nosotros hasta que apareció un balón y comenzó la algarabía, extranjeros y locales a patadas con la dichosa pelotita en un encuentro espontáneo que no sabe de idiomas, religiones ni otras consideraciones que no sea el encuentro entre dos mundos, diferentes pero iguales, de mutuo respecto y extraña atracción. La fiesta continuo durante las primeras horas de oscuridad con una muestra de música moderna europea y demostración de bailes, o más bien acrobacias en las que participaban todos, grandes y pequeños.
La cena en esta ocasión resultó muy especial, ya que tuvo lugar en el patio de una de las casas del pueblo, donde entre toda la familia nos prepararon un cordero, muy diferente del que estamos acostumbrados a comer aquí, pero la atención recibida y la experiencia vivida bien valió pasar un poco de hambre esa noche.
La siguiente jornada comenzaba del mismo modo que había concluido, gentes amables, caminos entre aldeas de barro y paja y los siempre sorprendentes baobats, hasta nuestra llegada a Selibabi, que independientemente de que nos encontráramos una huelga estudiantil, no tiene nada que ofrecernos más que la posibilidad de repostar. De allí partimos rápidamente en dirección a Kaédi, por una maltratadora pista de tole ondulee, que hizo más insoportable este anodino tramo. Kaédi se encuentra a orillas del río Senegal, único atractivo de la ciudad, con algunas calles sin asfaltar cubiertas de arena, donde resulta divertido ver como se atascan los turismos y los peatones como si tal cosa, empujan el coche sin necesidad de que sus ocupantes se bajen, continuando todos su camino como si nada hubiera pasado. Pero poco más.
Para mí el viaje prácticamente ha finalizado ya que mientras el grupo continuará para ver el río Senegal, yo partiré hacía Atar, a 700 kilómetros para recoger un coche que quedó averiado y llevarlo junto a su conductor hasta Nouakchott y retornar para Marruecos. Como un viaje por autopista donde todo pasa de largo.
La última jornada en Mauritania tenía como mayor aliciente un breve recorrido por la playa atlántica, antaño pista habitual de paso entre Nouakchott y Nouadhibou sorteando los amarres de las barcas, las gaviotas que levantan el vuelo al paso de los vehículos y los graciosos cangrejos que buscan refugio en el agua. Un entretenido recorrido que se torna estresante cuando la marea comienza a subir y no has llegado a tu destino.

El día acaba en Nouadhibou, con una cena en el Hogar Canario donde los huevos fritos con chorizo son el plato estrella. Así finalizaba esta ruta por la tierra de los Almorávides, donde han pasado muchas cosas y lugares que se han quedado en el tintero, unas mejores y otras no tanto, pero como la memoria es selectiva, me quedo con lo mejor.